lunes, 11 de mayo de 2009

Porque una golondrina no hace verano

¿Informar es ser libre?, ¿se puede ser periodista en estos tiempos?, ¿habré de dedicarme a otra cosa?, ¿es posible la buena fe en ese oficio?, ¿hay alternativas en mi estado, en el país?, ¿de qué sirve estudiar comunicación?, ¿a quién puede importarle, más allá de lo que pueda diseñar, lo que siente el hombre? Las preguntas sobran. Pocos se atreven a responderlas. Será porque vivimos incomunicados, porque las nuevas teconologías son enredaderas insaciables y nuestra capacidad de tender ramas como puentes sufre enanismo. La información se agita. Un clic, luego otro, una carretera virtual, un país que existe en ninguna parte o una second life a la carta. La oferta es irresistible. Caemos.
Lo peor es que nos han hecho pensar que la caída no es tan mala, que volar "al revés" ayuda a convencernos de copiar un boletín, pegar datos de un portal a otro, o a pensar que para pedir perdón un mail es suficiente. Hay quien afirma que gracias al chat las relaciones amorosas sí prosperan. Como vemos, la ilusión de estar cerca de los otros, de compartirles el mundo que es decir informarlos vía computadora, nos lleva ventaja. No en balde los grandes diarios están en crisis.
El día en que ya no se vendan tabloides en los puestos callejeros no sólo desaparecerán esas novelas por entregas que son los periódicos, sino también el placer del tacto que es el del texto (Barthes dixit), de la tinta oscura en la mañana sobre unas manos que leen la realidad. Suena bonito, sobre todo en tiempos de influenza porcina, aviar y humana. Hermoso el discurso, insistiré, cuando por decreto la primavera es mejor vivirla encerrados, sin besos más que uno al aire, a la distancia cuando te vas en busca de comida evadiendo el contacto a toda costa; cuando eres rehén de medios mediocres porque al interior de la masa te gusta sentir tu corazón de prisa mientras con el pánico compras, consumes y crees en el final de un tiempo sin paraísos posibles.
Si hay cero contacto, habrá cero comunión y, ergo, nula comunicación. No es accidental que esas tres palabras se parezcan. Son de la misma familia que lucha en contra de la individualidad, esa que arroja su multa de soledad barata sobre nuestro devenir. El individuo a secas resiste, ah, como un héroe equivocado, en una época donde el trueque y la solidaridad serán las únicas alternativas frente a pandemias aislatorias.
Un comunicólogo, por eso, no puede olvidarse de los demás. Su obligación es lanzarse en busca de los colectivos. Su leyenda, si es que existe, sólo podrá nacer ahí donde sufren, padecen, resisten; se divierten o gozan los seres humanos. El periodista es un testigo en la línea de fuego del presente. Presta su carne, su voz, juventud o experiencia, a las personas que carecen del micrófono, de la pantalla, de dos cuartos de papel en blanco para llenar con la verdad del alma y no la de la cartera de un patrocinador, un grupo transnacional, un ascenso de cometa flaco.
Comunicar significa poner en común y cuando nuestra abuelita nos llevó a la iglesia por primera vez, no entendimos que ese círculo de agua y harina llamado pan era la piel de Dios. Tampoco logramos desentrañar el misterio del vino como sangre. "Somos entonces medio caníbales", se me ocurrió decir en voz alta cuando toda la gente se arrodilló. Mi pobre abuela me tapó la boca con un pellizco. Un minuto después, con la cabeza abajo, mientras el sacerdote hacía sonar las campanas y el incienso perfumó la capilla, entendí que si eso era la comunión mejor debería escapar. Lo explico: no me sentí "unida" a nadie, más bien separada entre la autoridad religiosa que me obligó a guardar silencio y la curiosidad, ese duende bendito de mi hambre de preguntas para entender y así poseer, para decir "paso" ante la pobreza intelectual y espiritual que todo poder propone. Aquí recuerdo a Juan Goytisolo: "Prefiero equivocarme por mi cuenta que tener razón a causa de consigna".
Con los años me convertí en alguien que ejerce el periodismo, pero ahora creo que soy más comunicóloga y/o productora de textos literarios. Doy clases, pero también escribo poemas y uno que otro artículo en un diario de provincia. He viajado de más, tal vez. Confieso que he mentido y no me gusta el Neruda cursi. Estoy harta de Gabriel García Márquez, pero lo vuelvo a leer y siento el cariño que le tuve a mi abuelo muriéndose de cáncer. Se fumó una cajetilla diaria durante treinta años. Ahora entiendo que llegué a Colombia no sólo tratando de recuperar a un hombre, sino también porque, lo digo por primera vez, en España no encontré mi origen. Había leído a Álvaro Mutis y su texto "En una calle de Córdoba" donde orando en la sinagoga de Maimónides él encontró la célula cero que hay en su patria. Yo no, llevaba mucho Borges en las venas.
Cuando estuve en Madrid eché de menos Cuba y opté el neoclásico exuberante de los edificios habaneros. Al llegar a Bogotá, en la biblioteca Luis Ángel Arango, creo que el mejor lugar del mundo para leer y conversar con la lluvia, supe que García Márquez palpita en mi ADN literario. La patria, parafraseó un amigo muerto, es la infancia. Bolaño juró que no hay más cuna que nuestra biblioteca. Es verdad. De ahí que siempre vuelva a América Latina. Por más lejos que viaje, por más cíclopes, el Boom me transporta, es el arca de papel de un utopía revolucionaria, por ser sólo lingüística, que voy a defender. Lo curioso es que escribo "sucio". No creo en las buenas intenciones de ningún editor que viva de vender best-sellers, no me interesan los finales cómodos, no quiero la fama ni el premio, no entiendo las banderas y alguien me dijo que soy anacional, que tengo un acento raro. Respeto mi herencia cultural, pero hace mucho que también maté a Cortázar. Parricida, antigabista y sin patentes de corso, no reclamo un lugar sino un no-espacio. Vivimos tiempos quebrados. La única fidelidad posible del escritor, de la escritora inteligente, es el vacío. Ahí sí que revientan las palabras y de dicho Big Bang brota la literatura en serio.
A la altura de este post -donde intenté, sin lograrlo, escapar de mí- pregunto el porqué cuando me identifico como comunicóloga no puedo olvidar mi frontera literaria. Estoy partida en dos: la que le importa el mundo y quiere opinar sobre todo lo que ocurre y la otra, la que se fuga entre líneas de otros autores para inventar sus propios libros. Pero hay alguien más, un retoño beligerante, provocador, intenso, de ríos de capuccinos. Hablo de la maestra que puedo ser y no alcanzo. Ese proceso me habita. Ocurre que estoy reconociéndome en los alumnos. Ese toma y daca revela secretos disfrazados de epistemes.
No quería escribir hace una hora. Me sorprendo. Pensaba en redactar un buen cierre de curso. Por eso vuelvo a la palabra unión como sufijo de quien comunica. Esto para enfatizar que no es factible el estudio de los medios satanizándolos a todas horas o apoyando la separación del individuo. "Divide y vencerás", los poderes fácticos saben de qué se trata. El neoliberalismo derrotado por la sangre del planeta que se reventó a golpe de globalifilias apostó por uno y sólo uno.
Es cierto que no es fácil estar unidos, estar juntos todos. En la pirámide del american dream sólo hay lugar para una persona. El cine, las canciones, los discursos de nuestros profesores amargados, no han hecho creer que esa es la ruta. Pero la realidad es hermosa con todo y sus narcos que bañan en oro las balas y reclutan a niños sin padre porque otros disparos pobres los tocaron . Con todo y su secuestro (pienso en Diana), el mundo merece otra oportunidad, que digo otra, merece muchas.
No somos dioses ni los dueños del continente. No nos apellidamos Slim, pero habitamos un trozo de tierra e incidimos de alguna manera, a veces sin sospecharlo, en la vida de los otros. "Son los demás quienes siempre nos salvan", escribió Sábato. Esto lo he entendido mejor mirando actuar a mis mejores maestros: periodistas, narradores, pintores, poetas y, sobre todo, estudiantes. El mundo merece otra oportunidad, hay que hacérselo entender a las personas, hay que poner en común este pensamiento y unirnos para renunciar a la división que nos aísla. Debemos tocarnos. Pasen la estafeta.

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